El médico que encontró la
fe ante un milagro inexplicable
El Dr. Alexis Carrel, un
reconocido médico francés de Lyon, era un ateo convencido, escéptico de todo lo
que no pudiera ser explicado por la ciencia y la razón. En julio de 1903, le
tocó a Carrel asistir, a regañadientes, a una peregrinación con 300 enfermos al
santuario de Lourdes.
Bajo el seudónimo de Dr.
Lerrac (su apellido al revés), Carrel dejó testimonio de cómo su conciencia
científica fue impactada por la fe. Durante el viaje, se encontró con un viejo
amigo, un católico practicante identificado como A.B.
Carrel, al ver una
curación que le contaron, la descartó como un "caso interesante de
autosugestión". Su amigo le preguntó qué lo convencería de un milagro.
Carrel respondió tajantemente: "La curación imprevista de una enfermedad
orgánica", como un cáncer que desaparece o una deformidad congénita.
Aseguró que, si veía algo de esa magnitud, sacrificaría todas sus teorías y
"creería todo y me haría sacerdote".
En el tren, había
atendido a Marie Ferrand (cuyo nombre real era Marie Bailly), una joven con un
diagnóstico crítico: peritonitis tuberculosa en etapa terminal (caquexia), con
abdomen hinchado, corazón irregular y un historial de tuberculosis familiar y pulmonar.
Carrel no tenía esperanzas, pronosticando que moriría en pocos días.
Debido a su estado grave,
a Marie no se le permitió entrar en las piscinas, solo se le hicieron
abluciones con el agua milagrosa y fue llevada ante la gruta. Eran las 14:30.
Frente a la imagen de la Virgen, después de recibir la Comunión, la joven abrió
los ojos.
Carrel observó. Notó que
la palidez disminuía y la respiración se hacía más lenta. Minutos después, en
la basílica daban las tres de la tarde, y el vientre tumefacto de la joven
comenzó a descender, hasta desaparecer por completo. Lerrac se sintió atónito;
era la contradicción de todas sus previsiones médicas.
A las 4:00 p.m., la joven
bebió leche y se movió sin dolor. Hacia las 7:30 p.m., Carrel regresó al
hospital y quedó mudo de asombro: Marie estaba sentada en la cama, con brillo
en los ojos y un color rosado en las mejillas. La moribunda de horas antes se
había convertido en una joven casi normal; la curación era completa. "¡Es
el milagro, el gran milagro!", pensó.
Ante la evidencia, el Dr.
Lerrac se dirigió a la gruta. Contemplando las muletas abandonadas, se sentó e
hizo una plegaria: "Virgen Santa... has querido responder a mi duda con un
gran milagro. No lo comprendo y dudo todavía. Pero mi gran deseo y el objeto
supremo de todas mis aspiraciones es ahora creer, creer apasionada y ciegamente
sin discutir ni criticar nunca más". A las tres de la madrugada, sintió
una paz profunda, alejado de las inquietudes intelectuales y con la convicción
de la fe.
En su libro Meditaciones
escribió:
“Señor, te doy gracias
por haberme conservado la vida hasta el día de hoy. Mi vida ha sido un
desierto, porque no te he conocido. Haz que, a pesar del otoño, este desierto
florezca.
Que cada minuto de los
días que me queden esté consagrado a Ti. No quiero nada para mí, excepto tu
gracia. Que cada minuto de mi vida esté consagrado a tu servicio.
Señor, toma la dirección de mi vida, porque estoy perdido en las tinieblas. Todo lo que tu voluntad me inspire hacer, lo cumpliré. Es necesario acercarse a Ti, Señor, con toda pureza y humildad…
Oh, Dios mío, cómo lamento no haber comprendido nada de la vida,
haber intentado entender cosas que es inútil comprender. Y es que la vida no
consiste en comprender sino en amar.
Haz, Dios mío, que no sea para mí demasiado tarde. Haz que la última página del libro de mi vida no esté ya escrita. Que pueda añadirse otro capítulo a este libro tan malo. Habla, que tu indigno servidor te escucha.
Te ofrezco todo cuanto me queda. Te hago el sacrificio voluntario de mi vida, como una plegaria. Te pido que me guíes por el camino verdadero, el de las gentes sencillas, el de los que aman y rezan. Perdóname todas las faltas de mi vida. Que cada minuto del tiempo, que aún me esté permitido vivir, transcurra cumpliendo tu voluntad en la senda que escojas para mí.
Oh Dios mío, en este día me abandono totalmente a Ti, con el
sentimiento infinito de haber pasado por la vida como un ciego. Haz, Señor, que
pueda emplear el resto de mi vida en tu servicio y en el de los que sufren”.
Marie Ferrand, curada,
fue llevada al hospital dirigido por el doctor Boissaire, un científico que
defendía la veracidad de Lourdes. Carrel la visitó varias veces esa tarde con
otros médicos y constató que la curación era completa. Llegó la noche y nuestro
protagonista se acercó a la Basílica, donde vio a su amigo A.B., quien le dijo:
“¿Te convences ahora,
filósofo incrédulo? Ahora te tendrás que meter a cura” (Carrel le había
apostado a modo de broma a A.B, que de haber un milagro del que el fuese
testigo, se haría cura).
Carrel se quedó solo en
la basílica y pronunció aquella oración que se ha hecho famosa:
“Dulce Virgen que socorres a los infelices, protégeme. Creo en ti (…) Tu nombre es más dulce que el sol de la mañana. Toma a este pecador inquieto de corazón atormentado que se consume en la búsqueda de quimeras”.

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